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La firma invitada | Laboratorio de ideas

Desempleo juvenil y formación

Las cifras del desempleo en España son preocupantes. Podríamos decir que España a comienzos del año 2010 cumple una especie de regla del dos: ha duplicado su tasa de desempleo desde 2007 y duplica la tasa de la zona euro (9,9%). Pero si una tasa global de desempleo del 18,8% es muy elevada, todavía es más preocupante la tasa de desempleo de los jóvenes menores de 25 años, que alcanza el 39,6%. El gobierno ha incluido específicamente el asunto del desempleo juvenil en la mesa del diálogo social e incluso la CEOE se ha descolgado esta semana con una precipitada propuesta de nuevo contrato para jóvenes. El nivel del desempleo de los jóvenes en España es tan llamativo que hasta el New York Times ha publicado un largo artículo sobre este tema.

La oferta de trabajadores cualificados no crea necesariamente su demanda

La formación será antídoto para el desempleo si se orienta a las necesidades del mercado laboral

Con todo, el problema más importante no es el nivel de desempleo juvenil hoy sino sus repercusiones futuras. Los jóvenes que acceden al mundo laboral en un momento de recesión económica tienen, a lo largo de su carrera laboral, menores salarios, más periodos de desempleo y mayor sobrecualificación que los que acceden en un momento de expansión.

Vale la pena poner las cifras de desempleo juvenil en perspectiva histórica y compararlas con otros países. En primer lugar, el desempleo de los jóvenes españoles siempre aumenta muy rápidamente cuando la economía sufre un parón. Baste recordar que el desempleo de los menores de 25 años subió hasta el entorno del 45% en 1984-85 (como consecuencia de la crisis de principios de los 80) y en 1994-96 (consecuencia de la crisis de 1991-92). Por tanto, el rápido aumento del desempleo juvenil en España en respuesta a una caída del crecimiento económico no es un fenómeno nuevo sino recurrente. Esto quiere decir que tiene unas causas estructurales que persisten en el tiempo.

En segundo lugar, algunos analistas señalan como algo asombroso el hecho de que el desempleo juvenil español duplique el desempleo general. Sin embargo, si comparamos la ratio del desempleo juvenil frente al desempleo general en otros países vemos que se cumple otra regla del dos: normalmente los jóvenes tienen una tasa de paro algo más del doble de la tasa general. Éste es el caso del conjunto de países de la OCDE. En la UE el desempleo de los menores de 25 años es del 20.9% mientras el paro general alcanza al 9,9% de la población activa. Sin embargo, en países con un nivel de formación elevado como Noruega y Suecia, la ratio supera ampliamente el doble hasta acercarse al triple. Esta comparación internacional muestra que la tasa española de desempleo juvenil no es particularmente alta respecto al desempleo general. Por tanto el problema no es tanto el desempleo juvenil como el elevado desempleo general y sus causas estructurales.

En tercer lugar, se argumenta que la falta de formación es la causa principal del desempleo juvenil. Esta explicación no se corresponde con los datos. Tradicionalmente, entre los jóvenes las tasas de desempleo no disminuyen a medida que aumenta la formación pues las mayores tasas se observan entre los jóvenes que no han completado la enseñanza secundaria (nivel inferior) y los universitarios (nivel superior).

Es cierto que para la población en general (entre 16 y 64 años) las tasas de desempleo disminuyen con la formación. Los universitarios son, en conjunto, los que gozan de menores tasas de desempleo. Pero concluir de esta observación que la solución al problema del paro en España es tan simple como aumentar la formación es una visión simplista e ingenua. El economista clásico Say propuso a finales del siglo XVIII el principio de que la oferta crea su propia demanda. La ciencia económica ha avanzado mucho desde entonces pero algunos analistas y políticos parecen pensar la ley de Say cuando hablan de la formación: el aumento de la oferta de universitarios creará su propia demanda, lo que reducirá el desempleo.

Desafortunadamente la solución no es tan simple. La oferta de trabajadores cualificados no crea necesariamente su demanda. Todo depende de la calidad de la formación, de su correspondencia con las necesidades del mercado laboral y de la actitud de los formados. Los datos disponibles indican que la calidad de la formación en España es cuestionable. Los resultados de estudios como el PISA muestran que los estudiantes españoles tienen un nivel sustancialmente inferior al que les correspondería por el volumen de recursos que se invierten en educación. La OCDE señala que la rentabilidad absoluta de la educación en España está cayendo de manera significativa desde mediados de los 90. Además la OCDE muestra que la rentabilidad relativa de los más formados también está cayendo frente a otros niveles educativos: en ocho años la ventaja salarial de los universitarios españoles frente a los graduados de secundaria cayó un 40%, la mayor caída de todos los países analizados.

En segundo lugar, la formación será un antídoto para el desempleo en la medida en que esté orientada, en habilidades y conocimientos, a las necesidades del mercado laboral. Tampoco se puede decir que la formación en España cumple en la actualidad este segundo requisito. Los datos de la OCDE muestran que España es, con diferencia, el país con mayor nivel de sobrecualificación en su población laboral (más del 25%). Entre los jóvenes la sobrecualificación se acerca al 40%. El informe europeo CHEERS mostraba que a finales de los 90 el 17,9% de los graduados universitarios españoles desarrollaban trabajos para los que no se requería ningún estudio universitario, frente al 7,7% de la media europea. Otro 11,5% de los graduados españoles señalaban que su trabajo requiere un nivel de estudios universitarios inferior al que poseían.

Además, en las recesiones se observa que el grado de sobrecualificación aumenta. El motivo es doble: por una parte los trabajadores, ante las dificultades de encontrar un trabajo adecuado a su cualificación, aceptan empleos claramente por debajo de su nivel. Por otra parte, las empresas, que en una situación normal tendrían algunas reticencias a contratar un trabajador excesivamente cualificado para el puesto por la posibilidad de perderlo en poco tiempo, no tienen tantas reticencias cuando el desempleo es muy elevado. Aunque los universitarios tengan un desempleo inferior al resto de los niveles educativos, ¿tendría sentido generar un ejército de trabajadores sobrecualificados donde su formación no tuviera reflejo en su productividad? Y esto sin contar el gran malestar psicológico que produce la sobrecualificación.

Finalmente, hay un tercer factor que es la actitud de los formados, condicionada por el contexto social y la impronta de un sistema educativo anquilosado. Los datos del Observatorio de la Inserción Laboral de los Jóvenes españoles (Bancaja e IVIE), que codirijo con el profesor José María Peiró desde el año 1996, muestran que incluso los trabajadores jóvenes tienen una enorme aversión a la movilidad geográfica, una gran preferencia por el trabajo de funcionario y rechazan mayoritariamente el autoempleo y la creación de empresas. La resistencia a la movilidad dificulta la disminución del desempleo y multiplica la sobrecualificación al impedir el ajuste entre la oferta y demanda de trabajadores con alto nivel de cualificación. La preferencia por el trabajo como funcionario y la aversión al autoempleo es especialmente intensa en los niveles superiores de formación. La situación no parece mejorar: hace unas semanas en una oposición para auxiliar administrativo del Ayuntamiento de Madrid en que se requería solo el graduado escolar, se presentaron miles de universitarios. Confirmado: la oferta de trabajadores con una alta cualificación no genera su propia demanda.

Por tanto, el "más de lo mismo" en formación no producirá los efectos deseados. Aumentar simplemente los indicadores educativos no será suficiente para mejorar la productividad ni reducir el desempleo estructural. El Pacto por la Educación debería basarse en el conocimiento científico acumulado sobre los efectos de la formación y no en posiciones ideológicas predeterminadas. Por su parte la financiación universitaria debería crear fuertes incentivos que favorezcan a los centros y departamentos que muestren mejores niveles de calidad docente e investigadora, así como adecuación de sus graduados a las necesidades del mercado laboral. Puede hacerse, aunque por lo visto hasta ahora mucho me temo que el resultado final podría volver a ser más de lo mismo.

José García Montalvo es catedrático de Economía de la Universitat Pompeu Fabra.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 7 de marzo de 2010